Inocencia Perdida
H.P. LOVECRAFT
“El Horror en la literatura”
Alianza Editorial
Nota del Editor: El siguiente documento fue encontrado dentro de un escritorio en desuso, ubicado en un antiguo depósito del diario “La Prensa” de la ciudad de Buenos Aires, en el mes de abril de 1969. No se puede dar precisiones acerca de su verosimilitud.
Estoy seguro que no me creerán. Sólo espero que, al menos, crean que creo lo que afirmo. Que mi testimonio no es el resultado de una mente afiebrada y trastornada por los designios de la demencia, sino un alerta, un grito de desesperación que pretende despertar las conciencias dormidas por siglos de falaz racionalismo, que nos ha hecho creer que las leyes de la lógica dominan nuestro universo. Dudé mucho antes de ponerme a escribir el relato de estos hechos pero, ya no puedo soportar en soledad esta presión que amenza acabar con mi vida. Lo escribo antes que no pueda poner palabras a mis recuerdos; la hora de descorrer el velo ha llegado.
Mi amigo Hans,...... Todo comenzó en el año 1910, mientras los festejos del Centenario de la independencia teñian a Buenos Aires de alegría. En ese año, como joven cronista del diario, mi jefe me asignó una tarea que, al principio, temí se tratara de una de las frecuentes bromas que se le gastan a los cronistas novatos con el objeto de foguearlos en el dificil arte del periodismo. Tal misión, era entrevistar a un joven alemán que venía al país con una obsesión: dirigirse a la Patagonia y establecerse allí para la crianza de lombrices para la fertilización del árido suelo del sur. Semejante idea requería una nota. Que alocada mente podía concebir una cosa así!. Venir desde Europa con el solo objeto de establecerse en el desierto patagónico y, nada menos que a criar lombrices! Recuerdo la risa que me provocó la idea de conocer a este lunático personaje.
El día de su llegada, lo recibí en el puerto y lo acompañé hasta un hotel barato de la Avenida de Mayo, del que me reservo su nombre, donde se alojó.
Era una persona joven, de unos 25 años, alto, rubio y de figura erguida. Tenía la mirada firme y la voz resuelta, características típicas de aquellos dotados de la determinación para encarar una obsesión. Hablaba un aceptable castellano, aprendido en anteriores incursiones en España. Recuerdo que me llamó la atención que sólo traía un pequeño baúl de madera pero, disipó mis dudas diciendo que el resto del equipaje le llegaría una semana después, en un vapor, desde su tierra. Durante esa semana, permanecería en Buenos Aires organizando su partida hacia el sur. Le realice el reportaje, lo presenté al diario y, como solía ocurrir con mis trabajos, nunca fue publicado.
La curiosidad en parte, mi sentido de solidaridad y, sobretodo, una identificación personal con aquel solitario y extravagante personaje me llevó a interesarme en su suerte y acompañarlo esa semana en la ciudad. Por las tardes, luego de salir de la redacción del diario, lo pasaba a buscar por el Hotel y tomábamos chocolate con churros en el café “Tortoni” mientras me relataba sus experiencias en Alemania con la cria de lombrices. Según me explicó, estos bichitos al digerir sus alimentos producían abono que servía para fertilizar terrenos áridos. Enterado de la existencia de la Patagónia por las disertaciones del Dr Francisco Moreno en Europa, había decidido presentar su proyecto en la embajada Argentina en Alemania la que, luego de consultar al gobierno central, había autorizado la llegada del joven Hans otorgándole 10 hectáreas en la zona conocida como el valle del volcán Lanín, en el Territorio Nacional del Neuquen, para desarrollar su proyecto. Por aquellos años, el Gobierno ejercitaba la política de entregar territorios a pioneros extranjeros, con la esperanza que trajeran a estas despobladas tierras su sabiduría y sus capitales, poblándolas, y asemejándolas al progresista continente Europeo.
Hans, era uno de esos pioneros. Provenía de un pequeño poblado rural cercano a Berlín y se había criado en una granja en la que aprendió las tareas que cualquier buen campesino conoce. Demasiado pronto, sus padres habían muerto dejándole la responsabilidad por el manejo de la propiedad. Fue, por aquellos días, que comenzó a experimentar con la cría de lombrices seducido por la idea de producir abono para las cosechas a bajo costo. La idea se basaba en un procedimiento detallado en un viejo tratado de agricultura que el jóven Hans había estudiado con pasión durante su adolescencia. Si bien sus primeras experiencias habían resultado frustrantes, su empeño y tenacidad (al fin de cuentas era alemán) lo habían llevado a obtener buenos resultados en pequeña escala. Su ambición, era poder realizar la experiencia a una escala mucho mayor y, para ello, no existía mejor lugar que el desierto patagónico.
Las lombrices se habían convertido en su obsesión, y la forma como se refería a esos, para mí repugnantes gusanos, mostraba una gran simpatía y hasta quizás un amor interespecie si esto no sonara descabellado. Su vida en Alemania no era muy productiva, era soltero y apenas le quedaba como familia una tía paterna a la que casi no veía. La posibilidad de un nuevo comienzo en estas tierras vírgenes había conquistado su voluntad.
Una semana después de su arribo a Buenos Aires, llegaron sus enseres que, básicamente, consistían en cuatro baúles de color terroso conteniendo las herramientas que necesitaría para comenzar a trabajar. Recuerdo que me llamó la atención uno de ellos que tenía perforaciones en su exterior y que servía, según me explicó, para transportar los planteles de lombrices que serían la génesis del proyecto.
Finalmente, Hans partió hacia su destino patagónico.
¿Cómo podía imaginar en aquellas agradables tardes de plática el incierto destino que la vida le estaba preparando a mi amigo?
Durante los siguientes cuatro meses mi vida transcurrió con su habitual ritmo: me levantaba temprano y desayunaba en el comedor principal de la pensión del barrio del once donde vivía, invariablemente el desayuno incluía el cotidiano malhumor de don Cosme, el dueño de aquel lugar, quien a falta de familia propia nos había adoptado a los allí residentes como destinatarios involuntarios de sus rabietas. Me iba al diario en el que permanecía la mayor parte del día, salvo una pequeña interrupción por la tarde en la que, junto con Armando y Raúl, nos íbamos a jugar a los dados en un boliche cercano. Por las noches cenaba en la pensión, escuchaba algo de radio y me acostaba, en un ritual monótono pero tranquilizador. Yo era de aquellos que solían protestar contra la rutina pero, que daría ahora por volver a poder vivir sumido en ella!
De Hans no tuve novedades hasta el mes de Octubre, en el que llegó su primera carta que transcribo a continuación:
Herr estimado Julio:
Le escribo la presente con la alegría de poder decirle que, finalmente, estoy instalado en estas tierras. No voy a mentirle ni presentarle un panorama rosa de la situación. Desde la última vez que nos vimos la situación no ha sido fácil. El viaje hasta estas tierras no es una experiencia recomendable para cualquiera. Hay que estar armado de paciencia y buen humor para superar las dificultades propias del camino. Pero, en la vida, todo tiene sus compensaciones, he encontrado aquí gente muy amable que me están brindando su ayuda para comenzar con mi proyecto. Puedo contarle, sin exagerar que las lombrices que me enviaron se están adaptando muy bien al terreno y que ya comenzaron a reproducirse.
Espero tener, en poco tiempo, una cantidad suficiente para comenzar con la segunda etapa del experimento. Lo mantendré al tanto de mis avances.
Con la estima de siempre
Su amigo,
Hans
Con la nota se adjuntaba la siguiente tarjeta de evidente factura casera:
Hans Ulrich
Granja de Lombrices Productivas
Valle del Lanín
Territorio del Neuquen
Leer aquella nota me tranquilizó. Al fin, tal vez lo que parecía la obra de una mente desquiciada no lo era tanto y, mi amigo, estaba logrando avanzar en aquel asunto.
Al cabo de tres meses, arribó la segunda carta, la que demostraba cierta preocupación. La granja, no avanzaba a la velocidad que mi amigo deseaba y eso, lo estaba haciendo perder la calma. Aprovechando mis vacaciones en el diario, decidí hacerle una visita.
El traslado no fue fácil. Los caminos eran poco más que huellas en el desierto, por donde apenas podía pasar una carreta. Luego de tres días de viaje, llegue a lo que parecía ser la granja.
Desde el camino se veía una pequeña cabaña de cuya chimenea surgía un humo blancuzco; detrás, una extensión de aproximadamente una hectárea de tierra negra, se destacaba por su color en medio del paisaje ocre.
Antes que llegara a tocar la puerta, la misma se abrió y Hans salió a recibirme. Aunque su expresión demostraba la sorpresa y alegría de volver a ver a su único amigo en estas tierras, no pude reprimir mi gesto de pavor.
El joven, al que había despedido en Buenos Aires hacia pocos meses, estaba transformado.
Es increíble el efecto que sobre algunas personas puede ejercer el desierto patagónico. Su pelo parecía haberse ido decolorando con el potente sol del sur; su rostro, ajado y seco, mostraba mas arrugas de las que yo recordaba; sus dientes, blancos en mi memoria, se habían vuelto amarillentos parduscos; su figura, alta y erguida, presentaba un aspecto desgarbado; el efecto de todos estos detalles, al mismo tiempo, era francamente alarmante.
Por suerte, pareció no notar mi espanto y, luego de un rápido abrazo, me invitó a pasar. La cabaña era pequeña, y presentaba el descuido propio, de quien sabe que nadie vendrá a visitarlo. Tenía una cama, junto a la chimenea, y grandes ventanales, a través de los cuales, el volcán Lanín, parecía meterse en la pequeña habitación.
Luego de beber un té, me invitó a visitar la granja. Tal como me contara en su última carta, el proyecto no avanzaba como el lo había previsto. A la aridez del terreno se sumaba la potencia del sol, que provocaba la muerte de grandes cantidades de lombrices.
Un pequeño depósito de agua de lluvia, que había sido excavado por Hans, estaba casi seco.
La dotación de lombrices, se reducía día a día. Sin embargo, en sus ojos brillaba una esperanza: un grupo de indios araucanos, había entablado contacto amistoso y lo ayudaría con las tareas de la granja; esto, mantenía viva la ilusión del proyecto.
Me preguntó por la ciudad. A pesar de su corta estadía en Buenos Aires, comenzaba a extrañar nuestras charlas en el café “Tortoni”. Me prometió que en cuanto pudiera obtener los primeros resultados de su granja se trasladaría a la ciudad para descansar unos días.
Terminé mi corta visita con la idea que pronto volvería a encontrar a Hans golpeando mi puerta en la ciudad, con el fracaso a cuestas.
A pesar de esa impresión, dos meses despúes la tercera carta volvía a mostrar al Hans optimista que había recibido en el puerto hacía un tiempo.
Herr estimado Julio:
Estoy seguro que luego de su última visita se llevó de estas tierras la idea que el proyecto no funcionaria. Que seguramente todo era una quimera y que muy pronto volveria a mi tierra empujado por el fracaso. No se sienta culpable por ello, en realidad estuve a punto de creerlo yo también. Todo se encaminaba hacia ese destino hasta que los indios araucanos que Ud. conoció en su visita comenzaron a colaborar en mi proyecto. Al principio en forma tímida y esporádica. Pero pronto se integraron de forma sorprendente y asumieron las más diversas tareas a medida que les iba explicando los secretos de la cría de lombrices. No se imagina Ud. lo voluntariosos que son!
Han traido a un brujo de su tribu quien realiza unos extraños y aparatosos rituales, nada que pueda comprender mi mente formada en la lógica tradicional pero, debo reconocerlo desde que ello ocurre, las lombrices han comenzado a reproducirse y crecer a un ritmo más alto del que yo hubiera podido imaginar.
Los primeros cargamentos de fertilizantes podrán estar listos para ser comercializados en unos cuatro meses.
Espero poder compartir con Ud. las fiestas de fin de año.
Con la estima de siempre,
Hans
Recuerdo que en aquel momento la esperanza del éxito que transmitía el mensaje me contagió de optimismo y durante las siguientes semanas mi espíritu se sintió tonificado. Mis tareas en el diario comenzaron a tomar otro vuelo, o al menos así lo interpretaba, y hasta soportar las protestas de Don Cosme por las mañanas se había vuelto más tolerable. De algún modo misterioso mi identificación con la empresa de Hans estaba creciendo y sus estados de ánimo me contagiaban.
Los cuatro meses siguientes fueron intensos e imaginaba la recepción que la daría a mi amigo para las fiestas de fin de año cuando, victorioso, volviera a la ciudad. En medio de tales fantasías hasta imaginaba con ayudarlo a vender su producción en Buenos Aires.
Todo fue esperanza hasta su siguiente carta:
Herr estimado Julio:
Mi gran amigo. No sabe Ud. La necesidad que tengo de verlo. Lo que voy a contarle casi ni yo mismo puedo creerlo. Por favor, no crea que estoy loco o que los vientos arenosos que nos golpean incesantemente me han terminado por desquiciar. Por favor, confie en mí! Amigo mio, temo por mi vida! Las lombrices se han desarrollado de una manera no natural. No entiendo lo que pasa. Algunas han llegado a medir mas de 1 metro. He encontrado restos de ovejas horriblemente mutiladas en mi granja. Oh!! Por Dios, por las noches se escuchan ruidos extraños. Especies de cánticos guturales surgidos de las entrañas del averno. Estoy desesperado. No he podido dormir en los últimos días. El grupo de araucanos que me está ayudando ha montado sus carpas en la granja. Me siento vigilado y no se que hacer. He descubierto que estos indios adoran a un dios al que llaman Setebos. Que practican el canibalismo. Vino a mi memoria la frase que en la tempestad de Shakespeare, en el acto primero, dice Cáliban: “I must Obey; his art is such power, it would control my Dam´s god, Setebos”. Encontré una grotesca reproducción de la imagen a la que veneran y es un ser abominable con forma de gusano gigante!!. Por favor, no estoy loco! No sé que será de mi. Por favor, me siento perdido, venga cuanto antes!!
Hans
El tono de aquella carta era desesperante. Pedí unos días en el diario y viaje inmediatamente.
Al llegar, me encontré con un espectáculo desolador. En el lugar donde había encontrado la granja en mi anterior viaje se extendía, ahora, un terreno calcinado, sin rastros de vegetación, con la tierra totalmente quemada y sin vestigios de construcción alguna.
Parecía como si el fuego del infierno se hubiera abierto paso desde las profundidades emergiendo en ese terreno hasta pulverizarlo. De Hans y su proyecto no había rastros.
El destacamento del Ejercito más cercano estaba a unos 15 Km del lugar. Me dirigí hacia allí con la esperanza de encontrar alguna explicación al hecho.
Me recibió el comandante de la región el que, ante mi requisitoria, relató una historia acerca de un incendio que no pudo ser controlado, de la muerte de mi amigo en el mismo y la destrucción total de sus instalaciones. Que esas cosas pasaban a menudo y que la Patagonia era un lugar peligroso. Me contó que no se había podido recuperar nada y que lamentaba mucho lo sucedido, deseándome un buen retorno a la Capital.. Había yo llevado la última carta de mi amigo, se la mostré, le conté de las ceremonias secretas, de las invocaciones a deidades cuyo nombres no deben ser pronunciados, de la mutilación de las ovejas,.... Como toda respuesta tuve su mirada de hielo, penetrante como daga que, en silencio, me sugería que todo era una locura; que estaba yo loco; seguramente tan loco como mi pobre amigo muerto. El asunto se dio así, oficialmente, por olvidado.
Epílogo
Desde aquellos sucesos han pasado ya 13 años. Mis tareas periodísticas me han llevado a distintas partes del país y he vuelto a escuchar historias extrañas; sucesos con endebles explicaciones racionales.
Vivir se me ha hecho más difícil, desde entonces. Mis notas periodísticas han decaido en calidad y temo perder mi empleo en el diario. Nada logra levantar mi espíritu. Los hechos cotidianos, materia prima de la realidad, ya no me preocupan. Me debato entre la ansiedad por conocer y la angustia de saber. Saber que detrás de esta realidad que nos envuelve hay otra realidad: abominable, desquiciante. Realidad que surge del peor mundo de sueños y que transforma nuestra vida en un juego de apariencias. Como podría interesarme esta realidad aparente si desde aquella carta vivo intuyendo que detrás de ella puede existir un abismo de abominaciones. Que la historia del incendio es sólo la explicación del mundo lógico a hechos que no pertenecen al mismo.
He descubierto que sólo una fuerza separa el mundo al que llamamos real, en el que gozamos y sufrimos a diario, de la otra realidad, la abominable y que esa fuerza se llama inocencia. Han visto Uds. la poderosa fuerza que transmite la mirada de un bebe?. Han sentido la sensación de paz que de ella emana? Eso es la inocencia. Es una fuerza poderosa que deriva del desconocimiento de la propia finitud, de la total ignorancia acerca de la existencia del mal, de poderosas fuerzas que se oponen a la creación. La inocencia es un estado de gracia. Es el estado en el que nacemos. Puede alguien que ha visto insinuarse la sombra del infierno volver a sentirlo. No! Por momentos logro calmar mi sufrimiento. Me convenzo que mi amigo estaba loco, que su última carta fue producto de su desquicio y que el incendio destruyó su granja. La razón me ayuda a tranquilizarme. Tal vez sea lo mejor pensar de esta manera.Pero hay una sensación que me embarga cada noche, que me asfixia en el momento último de conciencia, que me angustia sobrenaturalmente y es saber que no volveré, jamás, a recuperar mi inocencia perdida.