Saturday, July 23, 2005

Gustavo REIJA: Profundamente Frío



I
Las pocas personas que creen conocerme afirman que poseo un carácter dubitativo e indolente; aunque dudo que ello sea cierto, no me tomaré aquí el trabajo de desmentirlo.

Lo que si podría afirmar, si es que puede algo afirmarse, es que la debilidad de mi carácter ha forjado en mi una personalidad fóbica.
Y no crean ustedes que lo de fóbico es algo menor; en mi modesta opinión, tal característica es la esencia de mi ser.
No podría concebir mi existencia privado de mis fobias; ellas constituyen mis referentes, mis deformes espejos en los que, con terror, humillación o simplemente indiferencia, me reflejo. Me temo que eliminarlas acabaría por destruirme; de modo que, no se compadezcan de mí.

Desde hacía algún tiempo una angustia me visitaba a menudo: la sospecha que me hubieran robado una parte de mi existencia, sin que yo lo supiera, y que todo lo que me rodeaba simulaba un orden inexistente; que un titiritero macabro manejaba mi vida haciendome creer que mis actos respondían a una voluntad propia cuando, en realidad, no eran sino torpes movimientos en medio de un caos cósmico.

Esa extraña y enfermiza repugnancia a abandonarme al recuerdo de hechos pasados, la angustiante carencia de imágenes en lo que concernia a mi juventud y, sobre todo, la desesperanza de recuperarlas algún día, me atormentaban.

Los resortes de mis pensamientos y mis actos se encontraban disimulados en otra personalidad olvidada hacia tiempo y que, de verla, yo jamás podría reconocer. Las habitaciones de mi mente se encontraban cerradas e ignoraba quién o que era el guardian que poseía las llaves para abrirlas.

Tan enfrascado en estas angustias existenciales me hallaba que, cuando golpearon la puerta de mi habitación no me sobresalté; por el contrario, el tener que levantarme a abrir me significó un grato alivio.

Mientras caminaba los pocos pasos que van desde mi catre hasta la puerta traté de imaginar quien podía ser: el dueño del hotel, quizás, Madeleine, tal vez, en cualquiera de los dos casos me era indiferente.

Al abrir, sin embargo, ninguna de mis previsiones se cumplió. Detrás de la puerta encontré parado un niño de unos ocho años, desgarbado y con ojos color hielo que, sin preámbulos, extendió su mano y me entregó un sobre marrón, luego de lo cual salió corriendo por el pasillo.

El sobre estaba arrugado y húmedo; quizás las nerviosas manos del niño lo habían mojado. En su interior había un trozo de papel blanco con su borde inferior cortado irregularmente, como si hubiese sido desprendido a mano de un trozo mayor. El mensaje que contenia estaba escrito con lápiz y letra temblorosa.


Al leerlo, su contenido me dejó perplejo.
La nota decía:
“Señor Agundez, necesito que me ayude. No puedo quedarme para explicarle porque estoy huyendo, quieren matarme. Tengo importante información. Por favor, créame, venga a la calle Rivarola 13, a las 1600 hs, lo espero”
Arturo
Trastornado dejé caer la carta al suelo.

Faltaban 3 minutos para la hora de la cita cuando llegue a la dirección indicada. Era una vieja casa de estilo victoriano que, hacía seguramente mucho tiempo, había pertenecido a una familia acomodada del pueblo.

Se podía adivinar, bajo la pintura descascarada y la suciedad de años, glorias pasadas en sus ornamentos exteriores que remataban, en lo alto de la cornisa en dos górgolas que, con sonrisas maléficas, observaban a los visitantes.
Golpeé sin muchas esperanzas de ser atendido pero, para mi sorpresa, la puerta se entreabrió hasta permitir que desde dentro pudieran observar sin ser observados.
-Soy Agundez, dije esperando alguna respuesta.
-Adelante, lo estabamos esperando.

La primera impresión al ingresar al vestíbulo de aquella residencia fue la de ser invadido por la oscuridad más intensa. Apenas se podía divisar el contorno de dos figuras humanas que me franquearon el paso. Una de ellas parecía tener una altura similar a la mía mientras que la otra, mucho más pequeña supuse se trataba del niño que me había visitado la tarde anterior.

Sin dirigirme la palabra me invitaron a pasar con un ademán que pude adivinar en medio de la tiniebla que me rodeaba. Comence a transitar por un largo pasillo en cuyas paredes podía adivinar antiguos cuadros colgados en forma asimétrica a ambos lados.

Un penetrante olor a humedad y encierro terminaban por darle al sitio una personalidad lugubre. El inquietante pasillo terminaba en una puerta de doble hoja de vidrio repartido en la que pude adivinar dos antiguos vitraux representando escenas de la lucha de San Jorge con el Dragón. Allí me detuve.
La figura humana más alta se adelantó y abrió la puerta. Una ola de intensa luz me cegó transitoriamente mientras mis ojos intentaban adaptarse a las nuevas condiciones lumínicas. En pocos segundos, pude ver nuevamente.

Ante mi, se desplegaba un salón profusamente iluminado con una larga mesa central en derredor de la cual se encontraban seis hombres, ataviados con túnicas color rojo; todos tenian sus ojos clavados en mí.
Desconcertado, me mantuve estático sin saber si entrar al salón o salir definitivamente corriendo por el pasillo hacia la salida, de algún modo extraño intuía que lo que decidiera en ese momento podía cambiar mi vida.
Mientras mi duda no terminaba de resolverse, uno de los hombres se paró y elevando ambas manos al cielo en señal de súplica dijo:
-Bienaventurado sea el señor porque lo hemos encontrado, gloria al mensajero de la luz!

En lo que se me antojó como una extraña mezcla de éxtasis religioso y experiencia alucinógena, los restantes participantes de la reunión se pararon enérgicamente y comenzaron a aplaudir.

El hombre que estaba a mis espaldas acercó su mano a mi hombro y con suave empujón, que interprete como una cordial invitación, me hizó ingresar al salón.

Me sentaron en la cabecera de la mesa, en una silla de madera tallada con figuras de demonios y ángeles alados trabados en una desigual lucha.

Un asistente, lo supuse así porque era el único que no llevaba la túnica roja, me acercó una copa de antiguo cristal con un líquido oscuro el que probablemente fuera vino. Al observar con detalle pude comprobar que todos los participantes de aquella reunión tenían en su mano una copa similar y que la alzaban invitandome a beber.
Dado lo extraño de aquel suceso y mi débil personalidad, no me atreví a decepcionar a mis anfitriones, levanté entonces la copa y de un sorbo bebí su contenido.

El sabor no era desagradable, semejaba a un vino malbec de buena calidad; sin embargo, al instante noté la diferencia. Todo el salón parecia desintegrarse ante mis ojos, los colores se fundian en una orgía cromática en la cual, mi yo, comenzaba a desaparecer. En el último atisbo de concencia comprendí que había sido drogado.

II
-No temas, el sueño es el puente entre la vigilia y el dormir, lo es también entre la vida y la muerte; abre los ojos y mírame.
Aquellas palabras parecían provenir de una voz conocida aunque no pudiera identificarla aún. Con esfuerzo abrí mis ojos. Me encontraba acostado, al aire libre, debajo de un árbol de extrañas hojas y tronco retorcido; a mi lado, un anciano con su vista fija en mi.
-No temas y comprenderás, el temor nubla tu entendimiento y necesitarás todas tus capacidades para lo que te será revelado.
-Donde estoy?
-Estás donde siempre estuviste, aunque no lo recuerdes ahora.
Traté de incorporarme pero tenía la cabeza embotada, prefería volver a acostarme. Sentía mi corazón latir muy fuerte y mi respiración estaba entrecortada.

El anciano que hasta ese momento había permanecido de pie se sentó a mi lado y dijo:
-Aprender a soñar es el primer paso en el largo camino a la sabiduría. El mundo de la vigília no puede enseñarte más allá de la realidad material y la sabiduría requiere de mucho más que eso. La vigília se expresa en palabras pero los sueños lo hacen en imágenes.¿Cuántas veces la incertidumbre acerca de tu pasado te ha asaltado en las largas noches de insonmio? ¿Qué no hubieses dado en aquellas aciagas jornadas por una razón para seguir viviendo?

La realidad de la vigilia no puede proporcionarte respuestas. Sueño y vigilia componen un todo, no pueden ser separados. Sólo tienen sentido en forma conjunta, sino ambos son meras apariencias de vida, sin sustento, amorfas.
Has olvidado la importancia del sueño, has glorificado sólo una parte de tu existencia: la vigilia. Has abandonado en el mundo de los sueños tus recuerdos. La realidad material te embriagó.

La cara del anciano me era familiar; lo conocía, pero no sabía quién era.
Cerré los ojos, una pesadez robusta me impedía mantenerlos abiertos. Las imágenes desfilaban ante mí como en un círculo sin fin; mis deseos, luchas, decepciones, ilusiones, se presentaban en imágenes tridimensionales.

Abrí los ojos y reconocí el lugar en el que estaba: acostado en mi cuarto.
Me levante y me lavé la cara. Me miré al espejo y supuse que todo había sido un sueño.
En ese momento el timbre sonó; dos policías estaban en mi puerta.
-Señor Agundez, tiene que acompañarnos-dijo el policía.

III
-La situación es grave, Gregorio- Madeleine lo dijo con acento grave, como cuando peléabamos, hacía ya bastante tiempo.

Mi relación con ella nunca había sido tranquila. Al principio, la pasión había ocultado los problemas; luego, la rutina se encargó de potenciarlos.

Ahora, encerrado en el calabozo de la seccional, recurrí a ella y me dí cuenta que no tenía a nadie más para llamar. Raúl Paredes, su abogado, el mismo con el que discutí varias veces durante nuestra separación, la acompañaba; verlo allí, me dió una extraña sensación de satisfacción.

-Pudiste averiguar algo.
-Te acusan de asesinato, hay testigos, por Dios, Gregorio! Que pasó?
-Todo debe ser un gran error; yo estaba acostado, en mi cuarto, no salí de él en las últimas veinticuatro horas; como antes, te acordás?
Claro que se acordaba, pobre Madeleine. Aquellas depresiones que me asaltaban periódicamente, durante las cuales no salía de casa; aquellos abismos en los que caía y durante los que sentía miedo; un miedo profundo, frío, totalmente distinto al miedo común: el que podemos sentir todos; no, aquella sensación era terrible y me sumía en días negros en los cuales casí no me movía de mi cama.

-Gregorio, por favor, hay testigos, te vieron entrar al consultorio del Dr Benavidez, escucharon golpes, saliste con las manos ensangrentadas: lo mataste.

Una luz relampagueó en mi cerebro; el Dr Benavidez, mi siquiatra; siempre pensé que él tenía la llave para ingresar a mi pasado, que me mantenía recluído en un presente de temor eterno para dominarme. Si, puedo recordar su cara de terror cuando me vió con el arma, un terror casí tan profundo como el mío, frío y desolado.

Sueño y vigilia: dos partes de lo mismo; si, el anciano tenía razón: la realidad no puede proporcionarme respuestas.

Me recosté en el catre del calabozo; estaba frío, casí como mi miedo; pero, que importaba ahora, me había liberado de mi opresor y, además, necesitaba estar aquí: dentro; sin salir, por mucho tiempo.