Monday, August 15, 2005

Gustavo REIJA: Vendedor de Ilusiones


Vendedor de Ilusiones
Gustavo REIJA


Mi amigo Galvez tiene razón. La vida de viajante de comercio tiene sus ventajas; especialmente cuando uno es solo y no le importa andar por todo el país encontrando gente con la que habla, comparte días y negocios, pero no llega a conocer nunca.
En definitiva, aunque podrán tildarme de escéptico, dudo mucho que alguien conozca bien a otro en este mundo.

Siempre me gustó esta vida; y lo que más disfruto son los viajes al sur. Clima fresco, seco, ideal para hacer negocios. Y la gente, como pocas, con historias increíbles.

En uno de esos viajes, tuve que ir hasta los pagos del Neuquén, a vender zapatillas a las estancias de los colonos ingleses. Mi idea era pasar la noche en una hostería de la ciudad y, por la mañana, viajar a la estancia “My Sheepland” distante unos 300 Km de la capital.

Era el mes de abríl y el frío se empezaba a hacer sentir sin asco. Serían las siete de la tarde cuando llegué; la hostería estaba semivacía y pedí la misma habitación que en mi anterior viaje, hace un año. Estar en las mismas habitaciones de los hospedajes da una sensación de tranquilidad, de íntima seguridad, como de estar en casa. Después de arreglar mis cosas me dí un baño, una repasada como dicen los barberos, y bajé al bar a tomar algo; mi idea era tomar alguna cosa y acostarme para salir temprano por la mañana.

En la barra del bar había un hombre. Tendría unos 50 años, la apariencia denotaba cierta alarma: cabello desgreñado, nariz prominente (desde pequeño, en forma inexplicable, la gente con nariz prominente me inquieta), un vaso de whisky en la mano derecha y la mirada en la nada; fija, pero en la nada.

Dado la pequeñez de la barra, no me quedó alternativa y me senté a su lado, mirando yo también a una nada hecha de viejas botellas de licor con etiquetas borroneadas por los años.

Fue imperceptible, pero noté que el tipo hizo un giro con su cabeza y me miró. Instintivamente lo saludé:
-Buenas noches.
-No serán buenas hasta que logre vender algo, me entiende, no?.
Aunque no lo entendí le seguí la corriente. No parecía aconsejable contradecir a un desconocido, única compañía en la barra de un bar, en un hospedaje patagónico, en una noche fría.
-Las ventas andan duras, la recesión que le dicen. Yo vendo zapatillas y Ud?
-Ilusiones, o lo que es lo mismo, soy promotor de créditos financieros. Le hago creer a la gente que tomando plata prestada va a estar mejor, se va a poder comprar lo que siempre soñó y hasta su mujer lo va a ver más atractivo; y sabe que es lo peor, que la gente lo cree. No le parece una locura?
-Todos tenemos la necesidad de creer en algo, me parece-dije
-Vea amigo, nos acabamos de conocer pero le voy a ser franco: esto no es para mí. Hace un año que empecé pero no doy más, no nací para vender. Lo hago porque necesito mantener a mi familia pero si fuera solo le juro que ya lo hubiera largado.

El tipo tomo un largo trago de whisky; como dándome tiempo para que respondiera algo, pero la verdad, es que no se me ocurría nada ingenioso. Cuando ya había apoyado el vaso en la barra y estaba a punto de volver a mirarme, dije:
-No es para tanto, amigo. Es cierto que vender tiene sus bemóles pero dentro de las actividades que conozco no es de las peores. Vea, hace ya más de quince años que me dedico a esto y le puedo asegurar que en el balance personal son más las cosas positivas que las negativas. Todos los trabajos tienen sus problemas. El secreto es como se lo toma uno.

Me miró e infló sus pulmones de un largo suspiro; su cuerpo pareció crecer o, más bien, hincharse; luego, con alivio, se desinfló de un resoplido.

-No hay nada peor que a uno lo empujen a lo que no quiere; sea lo que sea. Y a mi me empujaron a esto, de modo que no fue una elección, y en esos casos....

No terminó la frase pero pude imaginar alternativas para continuarla. Sin darme tiempo a meter un bocadillo continuó.

-Puede imaginar lo que significa que una carrera que se ha cuidado durante veinte años termine abruptamente; que a uno lo retiren del medio por algo en lo que no tuvo nada que ver; tener que volver a casa y decirle a su mujer e hijos que ya no es más lo que era, puede imaginárselo? Me entiende, no?
Ahora el tipo parecía angustiado.

-Debe ser muy duro
-Duro? Lo peor es que sus amigos, sus compañeros, la gente con la que compartió años, alegrías, tristezas, de repente, parecen otros; comienzan a alejarse, como si uno se hubiese pescado una peste contagiosa; y entonces, claro, el primer ofrecimiento de trabajo parece el salvavidas que va a permitir pasar del otro lado del río. De esa manera me metí en esto de las ventas. Una desgracia.

A esta altura de los acontecimientos me percaté que nadie se había acercado para atenderme y que el lugar estaba impregnado de olor a humedad, lo que atribuí a la escasa ventilación que le proveía la diminuta ventana, del frente.

Golpeé las manos y el encargado de la hostería apareció; era un sujeto de aspecto indiferente, con una expresión de nada como semblante. -De no ser el encargado de la hosteria bien podría ser empleado público- pensé. Pedí un sandwich de jamón y queso y un vaso de vino.

En una mesa cercana a la barra, en el rincón izquierdo del pequeño salón, una pareja de jóvenes con apariencia de recién casados se hacían arrumacos; indiferentes al olor a humedad, a nosotros, a todo.

Me sentí raro, como atrapado en la ceremonia de confesión de un extraño; en una tragedia personal sin relevancia para mí, una situación sin sentido.

El tipo, que parecía haberse repuesto de su reciente colapso, prosiguió.
-Yo era celador del Servicio Penitenciario, trabajaba en la cárcel de Neuquén, vigilando presos, me entiende, no?
-Trabajo desagradable- juro que lo dije sin pensar, me surgió espontáneamente.
-Por favor, como me dice eso, uno es parte de la readaptación social de esos individuos, es parte de su recuperación para la sociedad, es un trabajo fundamental, importante, decisivo.
Sin quererlo yo había logrado sacarlo de su depresión; ahora parecía un león a punto de comerse una gacela herida.

-Y sepa que durante los veinte años que estuve en el Servicio no tuve nunca un apercibimiento, una sanción; mi conducta fue siempre ejemplar, mis superiores me calificaban con Sobresaliente, año tras año. Fui ascendiendo de categorías, hasta que llegué a Ayudante Mayor, la máxima categoría de Suboficial; y entonces, ocurrió la tragedia.

La depresión volvía a ganar la batalla, el león era, de nuevo, un tímido gatito indefenso.
-Pero yo no tuve nada que ver! En el sumario interno que se hizo no surgió ninguna responsabilidad de mi parte, pero igual me pasaron a retiro, después de veinte años!


El vaso de whisky estaba ya vacío. Llamó al encargado y pidió otro, doble.
-Aca tiene, Gonzalez.

El tipo tenía apellido. Me imaginé que la noche sería larga, más de lo que había yo planeado.

-Digame sinceramente, alguna vez sintió algo, una circunstancia, algún hecho que no se lo pudo explicar; que por más que lo pensó, de arriba abajo, no le encontró explicación; que más vale atribuirlo a cosas que están más allá de nuestro entendimiento?
-Si, es posible.-dije, por no defraudarlo. Continuó sin escucharme.
-El incendio en la cárcel fue terrible: seis muertos, cuatro eran presos, los otros compañeros. Lo habrá leído en los diarios, hace dos años.

Algo recordaba, vagamente. Por suerte, uno sólo recuerda lo que le compete, de un modo u otro. Lo demás se recuerda así, vagamente.

-Desde el primer día que lo ví supe que ese preso me iba a meter en problemas pero, al mismo tiempo, su personalidad me atraía de una manera indefinible. No, no piense en nada raro. Es que ese delincuente no se parecía a los demás, tenía una espiritualidad diferente, poderosa, me entiende?

Aquella muletilla comenzaba a molestarme. A partir de allí, Gonzalez, me relató los sucesos que desencadenaron el sumario y su pase a retiro obligatorio. Trataré de ser fiel en la descripción de los hechos tal como me fue narrada aquella noche, lo que sigue es la historia real o por lo menos lo que recuerdo de ella, que es casi lo mismo.

La historia de Quevedo constituía un misterio. Había ingresado a la prisión un año atrás y desde entonces nadie lo visitaba; ni parientes, ni amigos, nadie. Pero lo que realmente extrañaba al equipo de profesionales médicos de la prisión era su personalidad. Ningún patrón de comportamiento aprendido en la academia servía para interpretarlo. A primera vista la cuestión parecía simple, pero al adentrarse en ella se advertía una complejidad creciente y las posibilidades de entenderla decrecían exponencialmente.

El primero que lo advirtió fue el celador que cubría el turno mañana, el mismo día que Quevedo ingresó al penal, un año antes.

-El compañero al que releve me advirtió que había un interno nuevo en el pabellón 13. En mi ronda nocturna me acerqué a su celda para observarlo. Lo que allí ví les juro por mis hijos que me dejó con la boca abierta. El interno se encontraba flotando en posición horizontal, a unos cincuenta centímentros del piso. Tenía sus brazos extendidos a los costados del cuerpo y no emitía sonido alguno. Era como si estuviera dormido, tenía los ojos cerrados y una extraña expresión de placer en la cara. Tan sorprendido quedé que sólo atiné a retirarme del lugar; sin hacer ruido, por temor a despertarlo.

Ese fue el primer aviso de que algo extraño ocurría, y el comienzo de mi fascinación por la personalidad de ese tipo. Al otro día ocurrió la primera reunión del grupo de siquiatras con él.

-Quevedo, anoche un guardia lo vió en una actitud extraña, sabe a lo que me refiero –Dagostino elegía cuidadosamente sus palabras-.
-No lo tengo claro –respondió
-Bueno iré al grano, el guardía lo vió, como decirlo –le incomodaba el sólo hecho de describir aquel suceso- flotar o algo así –remató
-Si así fuera, se encuentra ello prohibido en este sitio?
-No –dudó Dagostino
-Bien, si no está prohibido entonces está autorizado, verdad?
-No está prohibido ni autorizado –se agitó el siquiatra.
-Creo que no entiendo sus reglas, de donde vengo lo que no está prohibido está autorizado.
-Escuche –disparó ansioso- el problema no es ese, lo que queremos saber es por que flota?
Todos los que estabamos allí podriamos haber afirmado que el siquiatra estaba loco
-Aaa! Comprendo, el problema no es la autorización sino el porqué? Sinceramente me defraudan, por un momento pensé que estarían más interesados en el cómo?
Allí terminó la primera sesión. Dagostino y su equipo se retiraron irritados del salón mientras, Quevedo dibujaba una leve mueca que podía ser interpretada como una sonrisa burlona.

El motivo por el cual fue enviado a la prisión representaba en si mismo un acertijo. En su expediente personal aparecía una acusación por asesinato que no había podido ser comprobada, un intento de robo frustrado y una leve resistencia a la autoridad en un delito menor de tránsito. Durante el proceso que se le siguió no ejerció defensa alguna; asistía a las sesiones como quien visita a un pariente lejano con el que ya no quedan temas de conversación; escuchaba, parecía atento, pero no hablaba; escuchaba, y entrecerraba los ojos como sintiéndose más allá de todos, y de todo.

Tal vez esa actitud, repetida jornada tras jornada, acabó fastidiando al jurado. En definitiva, era natural que así fuera; se supone que un reo debe defenderse, alegar a su favor; de otro modo el proceso pierde interés, el juego deja de tener sentido. Abandonarse a su suerte en manos de otros es lo más parecido a dejar de existir, aunque la realidad física lo desmienta; existir sin estar.


La relación de Quevedo con sus ocasionales compañeros de presidio era de una cordial indiferencia. Compartía todas las actividades que eran obligatorias compartir tales como las comidas, las tareas de limpieza y oración pero, a partir de allí, se desentendía del grupo. Volvía a su celda, aunque tuviera hora de recreo y pudiera estar en el patio al aire libre, se recostaba y cerraba los ojos. Los comentarios y rumores acerca de él comenzaron a correr rapidamente entre sus colegas.

Algunos lo detestaban, como sólo se detesta lo que se admira secretamente; otros lo idealizaban, con el desprecio de los diferentes.


Yo, por mi parte –dijo Gonzalez-, compartía seis horas diarias con el. Era el guardia de su celda. Y me hablaba, mucho, muchísimo.
El whisky estaba caliente, pidió otro.

-De que le hablaba?-pregunté
-De la fuerza del espíritu, de cómo podemos superar la debilidad física y proyectarnos a otra dimensión astral, de la verdadera libertad, y del fuego.
-Del fuego?
-Me decía que la única fuerza transformadora era el fuego, que hacía cambiar el estado de las cosas, que purificaba y sanaba; espíritu y mente. Por eso me lo pidió esa noche.
-Qué le pidió?
-La vela encendida; para el ritual, una vela roja.
-No me diga que...
-Si, se la dí. La puso en el centro de la celda, se acercó, me miró como despidiéndose y desapareció.
-Se prendió fuego?
-No, desapareció ante mi vista, se confundió con el fuego, se evaporó, me entiende,no?
-Vea Gonzalez, lo que entiendo es que si alguien se acerca al fuego de esa manera, se quema, se incinera, me entiende?-la maldita muletilla se me estaba pegando.
-Lo último que ví fue una gran llama blanca, de un blanco como nunca había visto, como la que Quevedo me contaba. Y después, el incendio; recuerdo que corrí hasta la guardia a dar la alarma pero ya era tarde.

Lo demás ya lo conoce: el sumario, en el que nadie me creyó y la baja por incumplimiento de mis deberes; siempre es preferible ser ineficaz a loco, de lo primero la sociedad da revancha, de lo segundo no.

Gonzalez se quedó callado, con la vista baja, fija en el vaso de whisky; era evidente que su tragedia personal había sido narrada.

-Y así amigo, termina la historia. Con una carrera destruida, con muchas dudas y ningúna certeza. Sabe, a veces creo que he cometido un gran pecado, que he entrado a terrenos en los que no conviene entrar, que ese pecado es tan grande que Dios no puede esperar que muera para mandarme al infierno y que me metió en esto de la venta de créditos financieros para castigarme, para que comience a pagar desde ahora lo que desconozco que hice. Y es difícil, muy difícil vivir así. Diga que uno tiene familia que si no!

Gonzalez dejó la barra, con su vaso de whisky en la mano, y arrastrando los pies, subió la escalera hacia su habitación.

Mire el reloj: eran las cuatro de la mañana; podría dormir pocas horas. Un sentimiento de serena felicidad nacía desde el centro de mi pecho. Las tragedias personales de extraños nos ubican en la vida; me sentí un egoísta pero, sinceramente, no me importó. Me levantaría temprano para vender zapatillas y yo había elegido ser vendedor.

Mi amigo Galvez tenía razón: es una buena vida.

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